“Si es bueno el socorrer al necesitado, es mejor hacer de manera
que no haya necesitados que necesiten socorro”
(Guillermo Rovirosa)
Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo es la constante
propaganda mediática que intenta convencernos por todos los
procedimientos a su alcance de la necesidad de operar cambios
significativos de carácter político, social y económico, puesto que
el marco legal en que nos movemos, se revelaría como insuficiente,
cuando no manifiestamente injusto. El argumento, en sí, puede ser
avalado por cualquier persona sensata, con sensibilidad social y
conciencia moral. Es más, basta con echar un ojeada a nuestro
alrededor para percatarnos de la necesidad apremiante de acometer
cambios radicales en casi todos los órdenes.
El problema que plantea todo esto es que si a nadie mínimamente
informado se le pasa por la imaginación olvidar quién controla los
grandes medios de comunicación de masas y qué intereses defienden
éstos, resulta cuando menos escamante que esos mismos medios en
manos de la plutocracia y al servicio de la oligarquía
político-financiera intenten vendernos la necesidad de cambiar las
cosas porque éstas forman parte de un orden injusto. Lo cual es
cierto, pero resulta que ese orden injusto que es necesario
cuestionar y modificar, ha sido creado por los mismos que controlan
esos medios que ahora nos dicen que hay que cambiarlo todo porque
eso no sirve. No puedo evitar pensar que toda esa verborrea
reformista -cuando no pretendidamente revolucionaria- cuando menos,
suena a timo de la estampita. Siempre tuve una sensación extraña
ante esta curiosa situación. Recuerdo cuando hace ya bastantes años,
tomándome unas copas con unos amigos -uno que se definía como de
izquierda y el otro más bien franquista- el de izquierda -en todo
caso muy relativa, porque era votante del PSOE- le decía al
franquista -cuyo voto oscilaba entre lo que él llamaba fuerzas
nacionales y Alianza Popular, luego Coalición Popular, estoy
hablando de los años ochenta- algo así como: “Pero, ¿tú de verdad
crees que la masonería subvierte algo?”. A lo que el otro le
contestó algo parecido a: “Pero qué leches va a subvertir la
masonería si son los que mandan, los que controlan todo, cómo se va
a subvertir a sí misma...” A mí me tocó hacer de gallego -cosa nada
difícil, pues lo soy- matizando y recurriendo al sí pero no, quizá y
depende. Con el tema de la masonería -que no es el objeto de esta
reflexión- casi siempre se peca por exceso o por defecto, porque tan
erróneo como atribuirle el control absoluto de todo lo que se mueve
y de lo que se está quieto, es el restarle importancia e ignorar su
gran capacidad de influencia.
Lo que sí es indudable es que el poder político y el económico no
sólo no se anulan y controlan mutuamente, sino que normalmente
confluyen en la mayor parte de las cosas y desde luego, en
prácticamente todas las cosas realmente importantes. No sé si hay
muchos o pocos masones en el tema, creo que ni son todos los que
están ni están todos los que son. Pero que hay intereses y poderes
que van más allá de lo que sale en los medios, está claro. Aunque
cuidado con creer que todos reman en la misma dirección en cada una
de las cuestionen sobre las que disputan, porque dista de ser así.
Normalmente, los enfrentamientos políticos suelen ser entre afines,
con intereses particulares diferentes. Aspiran a lo mismo, pero cada
cual intenta llegar a la meta con su territorio a salvo y la mayor
capacidad de influencia posible. Por ello, cuando los medios nos
dicen que hay que cambiar las reglas del juego establecidas por los
mismos que ahora nos dicen que esas reglas no sirven, tenemos que
sospechar que estamos ante un juego de trileros que se disputan
parcelas de poder e influencia para terminar haciendo todos las
mismas cosas, lo cual evoca la rivalidad entre jacobinos y
girondinos, pero revolucionarios ambos al fin y al cabo. Un amigo
estadounidense -pastor evangélico, por cierto- me decía que para los
españoles, tan aficionados a destriparnos entre nosotros a cuenta de
intereses extraños cuando no manifiestamente hostiles a nuestro
interés común, teníamos una gran dificultad para entender los
grandes consensos de la política norteamericana, porque -me dice-
“los republicanos son demócratas y los demócratas son republicanos”,
añadiendo que “nadie es totalitario o monárquico en la alta política
estadounidense”. Es decir, todo se reduce a una pelea familiar por
despojos y herencia... pero cuidadín a los de fuera con meter las
narices en la rebatiña doméstica. Porque creer que semejantes
disidencias obedecen a serias diferencias ideológicas o a
concepciones filosóficas enfrentadas, constituye un muy grave error,
con indeseables consecuencias para quien cometa la torpeza e
ingenuidad de caer en él.
Allá por 1814, Thomas Jefferson decía: “La mayor parte de nuestra
población es trabajadora; nuestros ricos, que pueden vivir sin
trabajar, son pocos, y tienen una riqueza moderada. La mayoría de la
clase trabajadora tiene propiedades, cultiva su propia tierra, tiene
una familia y puede establecer precios competitivos que les permiten
alimentarse abundantemente, vestir muy por encima de la mera
decencia, trabajar moderadamente y criar sus familias”. Y el tercer
presidente de los EE.UU. añadía: “¿Puede ser cualquier estado de la
sociedad más deseable?”. Es una bonita descripción de la sociedad
norteamericana de la época -aunque es una media verdad, porque se
refiere únicamente al americano blanco, obviando a toda la población
afroamericana- que varió por completo tras la revolución industrial
y la Guerra de Secesión, hoy EE.UU. es un país terriblemente
clasista y con unas desigualdades lacerantes. No deja de resultar
curioso que sea precisamente uno de los padres de la nación
estadounidense quien realice la descripción y el elogio del tipo de
sociedad que su país pone hoy tanto denuedo en destruir allí donde
asome. Una sociedad basada en derechos, equidad social y libertad,
más propia de otras concepciones tales como el distributismo
chestertoniano o la DSI. Porque contra lo que los totalitarios de
todo pelaje -sean negros, pardos o más frecuentemente rojos- creen y
sostienen, una de las condiciones imprescindibles para el
establecimiento de la justicia, es la libertad: y viceversa, la una
no puede existir sin la otra, van de la mano. Desconfiemos siempre
-y cuando digo siempre quiero decir exactamente siempre- de la
justicia impuesta a cambio de la renuncia a los derechos
individuales y de la libertad que ampara situaciones de injusticia,
porque ni la justicia puede ir de la mano de la tiranía, ni la
libertad puede constituir pretexto para la indecencia y la falta de
escrúpulos.
Asistimos a una pugna, pero no a un enfrentamiento entre
concepciones incompatibles, sino a una rebatiña doméstica entre
afines con intereses particulares dispares. Pero esos afines
litigiosos tienen algo que les une y ese algo es un enemigo común:
no es ningún tipo de amenaza pretendidamente populista, ni cosa por
el estilo, sino usted y yo. Usted y yo somos su enemigo común. ¿Por
qué? Pues muy sencillo: porque existimos. Porque respiramos su aire,
nos comemos su comida, consumimos sus bienes y ocupamos su espacio.
No es que ese aire, comida, bienes y espacio sean realmente suyos,
sino que ellos los consideran suyos y a nosotros, al ciudadano de a
pie, unos intrusos cuya existencia tiene un coste que no están
dispuestos a continuar pagando. Lo define muy bien la periodista
económica Chrystia Freeland, para quien los poderosos han decido
rebelarse contra la gente común: “El peligro es que confundan sus
propios intereses con el bien común. La ironía de los plutócratas es
que, como los oligarcas de Venecia, están amenazando el sistema que
han creado”.
No es casualidad que desde hace décadas los medios de comunicación
que ahora nos atruenan con monsergas sobre el cambio climáticos -que
suponiendo que se deba por completo a la acción humana, habría sido
provocado precisamente por la élite financiera propietaria de esos
medios- la sexualidad banal e irrestricta y el sentimentalismo
presuntamente social, hayan volcado todo su odio sobre el
sindicalismo, las libertades individuales, los funcionarios, la
religión y los derechos sociales, en defensa del liberalismo
económico más extremo. Porque si no puede existir la justicia sin la
libertad ni viceversa, la apelación al liberalismo económico y a la
desregulación, ha ido de la mano de la reducción de derechos
individuales.
Una de las cosas que son económica y socialmente más beneficiosas,
es la competencia, que se fundamenta en la extensión de la pequeña y
mediana propiedad, las PYMEs, cooperativas, etc. La existencia de
multitud de pequeños y medianos negocios obliga a competir por
ofrecer al consumidor las mejores condiciones posibles, mientras que
la concentración de capitales y el oligopolio económico, eliminan la
competencia y por lo tanto, van en detrimento del interés del
ciudadano común. Y como quien controla la economía es -utilizando un
símil cinematográfico- la misma mano que mece la cuna política, esa
concentración y oligopolio económicos conllevan inevitablemente una
seria merma de derechos individuales y libertades civiles. Y si no,
que se lo cuenten a los habitantes de la República Popular China,
sometidos a un régimen totalitario de tintes criminales en lo
político y a un asfixiante capitalismo salvaje en lo económico. Cada
día está más claro: nosotros, usted y yo, somos el enemigo, su
enemigo. |